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La doctrina ‘woke’, utopí­as y falsos profetas.

Es la polí­tica la que satisface los instintos mí­sticos y comunitarios de las personas, adquiriendo unos tintes chamánicos, blindándose al empiricismo. La proporción de estadounidenses que son miembros de una iglesia ha bajado del 70% a menos del 50% en solo dos décadas. Hasta hace unos tres meses, dedicamos la mayor parte de la cobertura polí­tica de EEUU a tratar de entender el trumpismo, y percibimos, sobre todo hacia el final, determinados rasgos propios de una secta. La renuncia de Trump a admitir su derrota en las elecciones demostró por enésima vez el extraordinario control que tení­a sobre muchos de sus fieles.

No hemos llamado a esta serie de artí­culos ‘Doctrina woke’ por casualidad. Las pulsiones ‘woke’, que llevaban tiempo consolidándose en la cultura estadounidense, se desbordaron al resto de la sociedad el verano pasado, durante las protestas contra la violencia policial y el racismo que siguieron al asesinato de George Floyd y que gozaron de una sólida simpatí­a pública. Pero la dinámica de las protestas, que lograron colocar en el punto de mira un problema y obligar a los representantes públicos a reaccionar, vino acompañada de actitudes inquietantes. Las protestas duraron muchas semanas.

Un dí­a de julio, estaba tomándome una cerveza en una terraza del East Village cuando pasó por al lado una turba ‘woke’. Los desfases de la policí­a eran rigurosamente documentados, pero las crónicas repetí­an como un mantra que se trataba de «protestas mayoritariamente pací­ficas». Solo en Nueva York, los alborotadores atacaron varias comisarí­as y dañaron más de 300 coches de policí­a. Placeholder Protesta del movimiento Black Lives Matter en Portland, Oregón.

Protesta del movimiento Black Lives Matter en Portland, Oregón. En julio, la policí­a de Nueva York, desmoralizada por lo que consideraba un tratamiento injusto por parte de los medios de comunicación y del alcalde, Bill De Blasio, se puso en huelga extraoficial de brazos caí­dos. La policí­a no tení­a que meterse en medio. Dado que la profesora era blanca y se sobreentendí­a que quienes andaban detonando explosivos eran jóvenes de color, la iniciativa fue saludada con acusaciones de «supremacismo blanco» y amenazas de muerte.

La indignación desatada por el horrendo asesinato de Floyd, sumada probablemente a los efectos psicológicos del confinamiento, hizo que Estados Unidos entrase en un estado de histeria. La sociedad no lidiaba con un problema cualquiera, sino con la gran herida en el alma de Estados Unidos. El ‘pecado original’ del racismo. Es difí­cil exagerar la carga de racismo en la idiosincrasia de Estados Unidos.

La propia Constitución incluyó una cláusula, para apaciguar a los estados del sur, en la se especifica que las personas «no libres» representarí­an, a efectos demográficos y fiscales, «tres quintas partes» del valor de una persona libre. Cuando uno lee sobre la esclavitud, los horrores que tení­a en mente se quedan pequeños. A las personas secuestradas en ífrica se las sometí­a a un riguroso proceso de aculturación. Generación tras generación, los latifundistas preservaron el ‘statu quo’.

Algunos de los ‘padres fundadores’ habí­an expresado su rechazo a la esclavitud y en el norte proliferaba la causa abolicionista. Los estados esclavistas declararon la secesión y el norte movilizó sus tropas. La mayor mortandad de todas las guerras de Estados Unidos.

El ‘pecado original’ de la esclavitud habrí­a sido lavado con la sangre de toda una generación de americanos. Millones de libertos se marcharon a Nueva York, Boston o Chicago. Océanos de rencor carcomí­an al blanco, y las autoridades decidieron segregar la sociedad para evitar el contacto entre ambas etnias. Y proteger, en todos los órdenes, el privilegio blanco.

En Paris, Texas, un señor llamado Henry Smith fue acusado de matar a la hija de un policí­a. ‘The New York Times’ describió en su crónica un «frenesí­ de emoción». Cientos de «curiosos y simpatizantes» habí­an venido de los condados cercanos a ver el tormento, presenciado por unas 10.000 personas. La violencia racista, condonada por el Estado, siguió siendo común durante toda la segregación.

En 1955, un adolescente de 14 años llamado Emmett Till, residente de Chicago, fue a pasar las vacaciones con su familia de Misisipi. Una vez, en una tienda de alimentación, Till se dirigió a una mujer blanca. Cuando la mujer se lo contó a su marido, este y su hermanastro fueron a buscar a Till a casa de su abuelo, le hicieron transportar una rueca de algodón hasta un rí­o, lo desnudaron, lo golpearon, le arrancaron un ojo, le dispararon en la cabeza y tiraron su cuerpo al rí­o. La sociedad sureña blanca ni se inmutó.

La madre de Till renunció a enterrar discretamente el cuerpo de su hijo. Lo querí­a de vuelta en Chicago. Una vez allí­, decidió que el ataúd se dejase abierto para que el mundo viera el cadáver desfigurado de Till. El gesto de Mamie Till suele entenderse como el pistoletazo de salida de la lucha por los derechos civiles.

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